lunes, 30 de junio de 2008

::: Cerrado por vacaciones:::

Después de un intenso y apasionante trimestre, después de pasar nuestra luminosa primavera junto a todos vosotros, y después de que Euro me expulsara de estas latitudes, Céfiro del oeste se marcha junto a su familia buscando un lugar adecuado donde pasar el cruél estio sevillano.
Nada de esta maravillosa experiencia hubiera sido posible sin vosotros, el motivo de tantas y tantas letras derramadas, interesantes temas discutidos y especiales momentos vividos, y sin vuestros comentarios, imprescindibles alimentos para el blog y para mí, siempre deseando encender el ordenador y encontrarme con vuestras nuevas visitas.


Por eso GRACIAS.


Volveré cuando el otoño permita al Céfiro del oeste regresar a su amada Sevilla.

jueves, 26 de junio de 2008

::: La llegada del dios Euro :::

El dios Céfiro se levantó una vez más de su morada y se dirigió, acarreando su brisa húmeda y vivificante, a la pequeña abertura situada entre las dos grandes extensiones de tierra, Ευρώπη (Europa), hija de Agenor y de Telefasa, y Άφρική (África), el gran continente de fuego.
Sonriente sopló por el pequeño estrecho que las separaba, el lugar donde Heracles robara el rebaño de bueyes sagrados, la unión del Okeano o Gran Mar de Afuera con el Mar de en Medio de la Tierra. Y ese suave hálito se dispersó en todas direcciones, subiendo, casi sin él percatarse incluso por el valle del río que desembocaba bastante más al norte, el Tertis (Guadalquivir), vivificando sus tierras fértiles y reconfortando a sus habitantes con unas temperaturas dulces y suaves.
Aquella primavera estaba siendo especial. Sus hermanos Anemoi, los otros dioses del viento, lo habían dejado soplar en aquellas latitudes, y él se había aprovechado, disfrutando de aquel rincón del planeta, uno de sus favoritos, durante casi toda la primavera.
Boreas, el viento del norte, estaría en su Tracia natal ocupado en cuidar a sus doce potros o soplando en algún mar ártico sus gélidas brisas.
Noto, el viento del sur, recorrería los mares meridionales atiborrándose de agua para descargar sus tormentas de verano al llegar al norte.
Y después estaba Euro, su tercer hermano, el viento del este, el responsable del calor sofocante. Debía estar por los desiertos de África levantando ventiscas cálidas o tormentas de arena. Aunque era extraño que por aquellas fechas no hubiera aparecido ya.
Y con esos pensamientos recorrió los farallones de cada lado del estrecho, Calpe y Abila, dichoso por aquellos días de tranquilidad.
Pero cuando el sol se ponía a su espalda notó erizarse la mar de forma extraña, de forma grosera. Algo se oponía a la dirección del oleaje que él dirigía. ¡Era Euro! No había dudas. Arrugando el ceño sopló con más fuerza, haciendo entrechocar sus ráfagas contra las cálidas y secas de su hermano, que riéndose a carcajadas apareció, al fin, en el horizonte oriental.
Él sabía que era su turno, sabía que había tenido más días de los que le correspondía… pero no se quiso marchar. Y empujó con todas su fuerzas enrabietado. Hasta que una voz potente, la voz de Éolo, el padre de los Anemoi, sonó sobre ellos:
—¡Céfiro!
Eso fue suficiente. Y el dios del poniente, el más suave de todos los vientos, el fructificador, el mensajero de la primavera, se replegó, me replegué, cariacontecido, dejándoos a merced del embravecido levante, que aparecía queriendo recuperar el tiempo perdido, dominando con sus vientos secos y cálidos todo el territorio, nadie sabía muy bien hasta cuando.

domingo, 22 de junio de 2008

::: Juntos :::

Meli se incorporó sobresaltada... y contrariada al darse cuenta de que otra vez se había quedado dormida y no había visto el final de la película.
Debía ser tarde, apenas entraba ruido por la semiabierta ventana, encontrándose la habitación en una confortable penumbra, sólo iluminada por la tenue luz de la lamparita del viejo escritorio y la que salía de la pantalla del televisor. Entonces se reclinó de nuevo girando la cabeza. Su marido también se había dormido, en su sillón, a su lado, como siempre. Y sonrió para sí entornando los ojos.
¡Cuántos años así! ¡Cuántas noches delante del televisor durmiéndose los dos sin querer... pero juntos. ¡Casi cincuenta años!
Y poco a poco fue adormilándose de nuevo... y su somnolienta mente retrocedió en el tiempo, evocando los años de juventud, casi de adolescencia, cuando lo conoció en uno de los primeros guateques que asistía...
Pepe era por entonces un mozalbete alegre y galante... de intensos ojos negros y pelo agraciado, y ella una guapísima mujercita. Y se enamoraron.
Y a partir de aquel momento comenzó el noviazgo. Los días que él la recogía cuando salía de trabajar en el hospital de la Cruz Roja donde era enfermera, los paseos en Vespa con el club de amigos, los felices días de excursión al campo con toda la familia, padres, hermanos, tías... y al final ¡la boda!, una calurosa tarde de julio... en el lejano 1962.
Después llegaron los hijos, y con ellos las noches en vela, las agotadoras compras en el super, los monótonos pucheros y sartenadas de patatas fritas, las paperas y sarampiones, los accidentes domésticos, los colegios, los locos veraneos, las dos mudanzas... y el vertiginoso pasar de los años. Y gracias a Dios con salud.
—Pepe... ¿nos acostamos?
—Sí, ya voy— le contestó él casi sin moverse del sitio.
En fin, seguiría recordando, pensando en las bodas de sus hijos, de los tres, en la llegada de los primeros nietos, en la pérdida de sus mayores, en los inevitables achaques, en los cambios de forma de vida, en la nueva mudanza, en la jubilación de Pepe, en los siguientes nietos... Y se sintió dichosa, y agradecida a Dios y a la vida por tanto dado y vivido...
Y mis padres al fin se fueron a la cama agarrados de la mano, saboreando aquellos ratitos de dichosa y feliz monotonía, pensando en el fin de semana siguiente cuando se reunirían de nuevo con sus hijos, nietos y nueras para seguir haciendo familia... mi familia.

sábado, 14 de junio de 2008

::: Babel :::

Era una época en que la humanidad se sobreponía al exterminio del Gran Diluvio Universal. Una época en la que a los hijos de los hijos de los únicos supervivientes que habían quedado tras la catástrofe les fue ordenado dispersarse y ocupar de nuevo todas las regiones del vacío orbe, repoblándolo más allá de las llanuras de Asiria o de las montañas de Mesopotamia.
Pero uno de ellos, Nimrod, biznieto de Noé, el primer poderoso de la Tierra, un rey audaz, opresor, tirano, excelente cazador y de espíritu rebelde, no quiso aceptar el designio de Dios, y reunió a todos los descendientes de Noé y les ordenó fabricar ladrillos con los que construir una gran ciudad-fortaleza, Babel. Una vez concluida se instaló en ella su pueblo, desobedeciendo así el mandato de Dios. Y levantó en su centro un monumental trono de plata donde situó una gema gigantesca, ordenando que se la adorase…
Envilecido por el poder terrenal, proclamó en una ocasión:
—Me vengaré de Dios por haber ahogado a mis antepasados. Si enviase otro diluvio, mi torre será más alta que el Ararat.
Y mandó llamar al arquitecto Cus, al que pidió que erigiese un zigurat o torre escalonada, coronada por un templo de oro donde residiría la nueva divinidad protectora y que sería la unión del cielo y de la tierra. La obra fue encargada a su pueblo, que en turnos y a lo largo de años fueron levantándola siguiendo las indicaciones del arquitecto.
Pero Dios, al observar a sus hijos hacinados otra vez en una gran ciudad, desaprovechando el vasto mundo que había puesto a sus pies, temió que de nuevo se corrompiesen, entristeciéndose considerablemente al fijarse en la alta torre que construían para desafiarlo.
Entonces, enojado, se apareció en sueños a Cus, entregándole un puñado de extrañas y diferentes lenguas para que las repartiera entre sus trabajadores, todos descendientes de los tres hijos de Noé y sus esposas y que hablaban por tanto la misma lengua común, para así castigarlos con la confusión y el caos.
El pobre arquitecto los reunió en la gran explanada que había delante de la torre, y tras llamarlos de uno en uno fue repartiendo los idiomas según le había ordenado Dios, indicándoles que por la confusión que se crearía se volvieran a sus casas pues la obra quedaba paralizada.
Pero calculó mal, y cuando aún faltaba un numeroso grupo de peones se dio cuenta de que sólo le quedaba un idioma. Harto de aquello, cansado y fatigado les dijo:
—A todos vosotros os daré esta última lengua… no me quedan más.
Y como ya no había trabajo que realizar aquellos peones abandonaron la ciudad, distribuyéndose por lejanos países, ocupando Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, España, Guatemala, Guinea Ecuatorial, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y Venezuela.
¡Tuvimos suerte!

martes, 10 de junio de 2008

::: Atrapando el presente:::

Ya lo tenía todo preparado. Ese día realizaría por fin el experimento desde la azotea de su casa, en Saint Loup de Varennes, en la Borgoña francesa. Por unos momentos detuvo su ascenso por las espinadas escaleras y sonrió. Había investigado durante mucho tiempo, con numerosos soportes y variadísimos productos químicos, para así poder conseguir fijar las imágenes captadas con la antigua cámara oscura inventada por Da Vinci.
Nicéforo Niépce subió dos escalones y se detuvo de nuevo. A sus sesenta y un años eran los recuerdos lo único que le iban quedando… y por eso se obsesionaba por atrapar de alguna forma los rasgos de sus nietos, los paisajes de su Borgoña natal, su caballo favorito… Emocionado siguió subiendo, muy despacio, los pocos escalones que le quedaban hasta llegar a la humilde azotea, sabiendo que si lo conseguía, ese día sería el primero de algo grande, de algo que sería capaz de revolucionar el mundo, que daría felicidad a toda la humanidad.
Con asombrosa tranquilidad se sentó en su sillón colocado estratégicamente por su hijo, al que guiñó un ojo con complicidad, destapó la lente de su cámara oscura y se reclinó dispuesto a esperar con paciencia, a ser testigo de cómo el hombre conseguía congelar el tiempo, guardar las imágenes de su alrededor para siempre.
Y la fachada situada frente a la casa comenzó a reflejar sus formas sobre la plancha de peltre (aleación de zinc, plomo, estaño y antimonio) recubierta de betún de Judea que él había colocado en la parte trasera de su pequeña cámara. Y así durante unas ocho horas, consiguiendo realizar lo que dio en llamar un “punto de vista”, la captura directamente del natural de una imagen y no de grabados, como había hecho hasta entonces.
Era el año 1826 y por fin había logrado dar el primer paso para acabar con su terrorífica obsesión, con la obcecación de sus últimos años: el paso del tiempo, la pérdida de los días, de los momentos, de en definitiva, la vida… y conservar de esa forma sus recuerdos para la eternidad, atrapando el presente.
En homenaje a los descubridores de la fotografía
Joseph-Nicéphore Niépce y Louis Jacques Mandé Daguerre,
así como a los actuales fotógrafos, cazadores de imágenes para
hacerlas inmortales, como mis amigos Papu García y Patricia Viot.

viernes, 6 de junio de 2008

::: Los años perdidos :::

Ese día regresó temprano. Tras una semana de intenso trabajo aquella tarde habían fallado unos clientes y había podido llegar a casa cuando aún sus hijos estaban despiertos. Agotado se sentó en la salita. No tenía ganas de ver la tele, ni de leer. Su mujer daba la merienda en aquellos momentos a los niños, a sus incansables e inagotables hijitos, que enseguida le sonrieron con ternura. No estaban acostumbrados a verlo en casa, así que no le quitaron ojo en todo momento. Y poco a poco se fue relajando, se fue fijando en ellos. ¡Cómo crecían! La mayor cumpliría pronto los cinco, y el niño, él aún era pequeño, pero ¡cómo cambiaban!
Y allí sentado sonrió para sus adentros viéndolos reír, manosear los juguetes, mirar los dibujitos de la tele, pintar monigotes, incluso pelearse entre ellos… pasando la tarde ajeno a todo lo que ocurría en el exterior de aquellas cuatro paredes, su mundo.
Y recordó una vieja preocupación, una pregunta que se había hecho muchas veces y que, en aquel ratito de tranquilidad, había resuelto. Ya sabía dónde estaban sus años de niñez. Aquellos años de los que no tenía vivencias ni recuerdos, aquellos tiempos que en todo caso conocía por las fotos antiguas de la familia o por lo que le habían contado… Aquellos años perdidos.
Y sonrió de nuevo al darse cuenta de que los había recuperado… en sus hijos.
Porque los niños pequeños viven sólo de momentos. Sus vidas son una sucesión de instantes, de presentes. No tiene recuerdos. No son conscientes del mañana. Probablemente esa ausencia de pasado y esa falta de futuro es lo que les hace felices, los mantienen dichosos continuamente.
Y esas mentes subdesarrolladas que se manejan por impulsos, por instintos, por sensaciones, son la causa de que no tengamos memoria después, que sean años perdidos… hasta que tenemos hijos y los recuperamos en ellos.