Abrigado más que nunca –cosas de la edad- y dejando a los pies libertad absoluta para llevarme adonde quisieran, siempre que fuera en la Sevilla intramuros, claro, paseé el otro día, muy de mañana, por el entorno de la catedral.
Cosas del frío, debió ser, o de la hora, que era muy temprano, el caso es que hubo un momento que me hallé completamente sólo en medio de la calle, pudiendo contemplar, como si de un regalo que la vieja Sevilla me hacía, una desierta y casi mágica Plaza del Triunfo. Extasiado me detuve pudiendo disfrutar de su espigado y blanco monumento a la Inmaculada a un lado, del edificio del Archivo de Indias, antes Casa-Lonja, al otro, y en el centro, dominándola desde el fondo, la fachada mora de los Reales Alcázares, el antiguo Dar al-'Imara de los almohades y la esplendorosa Puerta del León, mezcla sublime de los estilos árabe y cristiano.
Fue solamente un instante, pero fue suficiente para poderme recrear con el intenso azul purísima del cielo que nos cubría, que liberado de nubes aquella mañana, dejó asomar por encima del murallón musulmán, en mágico instante, los rayos del débil y casi pudoroso sol de enero, que bañaron mi cara casi pidiendo perdón, aunque queriendo combatir, eso sí, el intenso frío que hacía, que me castigaba con crueldad ante la osadía cometida al detenerme allí en medio profanando con mi presencia la íntima amanecida.
Sobreponiéndome a aquellos instantes de plácida contemplación me introduje en el Barrio de Santa Cruz, vacío de visitantes a esas intempestivas horas… y hermoso precisamente por eso, llegando a la Plaza de la Alianza cuando ya sacaban los veladores a la terraza del Café del mismo nombre, donde al poco servirían cafetitos y cruasanes a los privilegiados turistas que quisieran desayunar contemplando la Giralda sobresaliendo por encima del viejo caserío.
Pero yo llegué más lejos, arribando por quebradas y estrechas callejuelas al antiguo caserón del hospital-asilo de Venerables Sacerdotes, fundado por Justino de Neve allá por el año de nuestro Señor de 1675 y adquirido por la Fundación Focus-Abengoa a finales del siglo pasado. Aquel día albergaba entre sus añejos muros la exposición titulada El rescate de la Bética Romana.
Y sin pensármelo mucho entré, zambulléndome al momento entre estatuas de emperadores, frisos conmemorativos de batallas náuticas, cabezas de patricios, monedas de oro y plata, ajuares funerarios, capiteles de derruidos templos e inclusos retratos de los mecenas del siglo XIX que favorecieron con sus fortunas el rescate de aquellos trozos del pasado.
Pero sobre todo me detuve ante el colosal mármol de la Venus de Itálica, recreándome en su sensual torso y sus esbeltos muslos, queriendo imaginar qué rostro podría tener aquella materialización de la diosa del amor romana y dónde se hallaría éste. Y desde luego ante el Efebo de Antequera, bronce que representa a un joven cuerpo varonil perfecto en sus proporciones y seguramente estímulo lujurioso para sus antiguos dueños… o dueñas.
Satisfecho salí de nuevo a la calle desandando mi camino pero colmado de una mañana de sosegada quietud que había hecho más hermoso si cabe este frío mes de enero que nuestro invierno sevillano nos estaba regalando.