—Me has asustado, viejo escandaloso. ¿Qué importa que haga frío?
—¿Que qué importa? ¡Dice que qué importa! Jejejeje. Pues importa porque significa que ha llegado el invierno, querido muchacho. Que una vez más ha pasado un año— añadió algo más calmado.
—¿Un año? ¿Ya hace un año que nos recogieron?
—Así es… Yo he estado pendiente, y a pesar de nuestro encierro he ido siguiendo el transcurrir del tiempo—le contestó recostándose contra la pared—. Primero hubo unas semanas de tranquilidad después de todas las fiestas de las que fuimos protagonistas y que sirvieron para que te trajeran con nosotros. Poco a poco el frío fue desapareciendo— continuó atusándose su larga y cana barba y cerrándose la vieja túnica que usaba— … notándose cómo la luz que nos entraba por la rendija duraba cada vez más, señal inequívoca de que se acercaba la primavera. Hasta que así fue, y llegaron las otras fiestas importantes de Sevilla, los días esos que en la casa aparece el olor dulzón y penetrante que a Javier tanto le gusta y llama incienso, y que anteceden a la semana que la niña se viste de flamenca y está todo el día bailando, que hasta aquí llega el compás inconfundible de las sevillanas que suenan en la radio.
—¡Cuánto sabes!
—Pero por viejo… Ya son muchos años en la casa. Y porque me gusta mirar por la rendija, hijo. Después de esos días llegaron otros —continuó mirando de nuevo al infinito mientras evocaba— …de intensa luminosidad, los días más largo del año, los que preceden al dichoso verano, cuando se queda la casa vacía semanas tras semanas.
—Esos son los días que estuviste tan melancólico y triste.
—Claro, muchacho, porque a mí me gusta escuchar a los niños jugar, a Javier hablar con su mujer, o cuando pone música, o las visitas de los abuelos, o los olores de la cocina, o los sábados por la noche cuando se quedan a dormir los primos… Y en el verano, en el verano… todos se van. ¡Por eso odio el verano!
—Pero después del verano llega el otoño— dijo alguien desde la oscuridad.
—Hola, María. Ya sé que a ti tampoco te gusta el verano y por eso la llegada del otoño te hace sonreír.
—Y el olor a tierra mojada de las primeras lluvias, y a naftalina cuando sacan los jerséis de los armarios…
—Ya lo sé, querida, y los primeros fríos, como los de hoy.
—¡Y a nosotros también!
—¡Bueno, bueno, se está revolucionando el cajón!
—Claro, José. Ocurre siempre cuando se acrecienta el frío y a ti te da por contar cómo ha pasado el año y nos haces ver a todos lo cerca que está el día de la Inmaculada, el día que Javier y su mujer bajaran el cajón y ayudados por los niños nos irán sacando uno a uno para colocarnos de nuevo en el pesebre, junto a la mula y el buey, junto al ángel, a los pastorcitos y a las ovejas… y nos cantarán los antiguos villancicos mientras los niños nos mirarán con caras de ilusión pensando que somos reales y que ellos son unos gigantes enormes…
—No te emociones esposa mía, que aún quedan unos días…
—San José, ya entiendo porque te has puesto tan contento cuando has notado que cada vez hace más frío.
—Te aseguro, querido pastorcito, que a partir de este año también tú querrás que llegue el frío y con él la Navidad.