Juan por fin pudo llegar a Sevilla. Ya hacía más de treinta años que no pisaba sus calles a pesar de que desde su partida inicial había vuelto regularmente. Así que se aposentó en una esquina del barrio de la Macarena, arrabal ubicado muy cerca de donde venía, y contempló pasar a la gente, sobre todo a las mujeres, su obsesión desde siempre.
Y lo que vio no le gustó, porque las notó más calladas, con más prisas, más serias y reservadas. Incluso vio pasar a algunas con auriculares en los oídos, como si quisieran evadirse de lo que le rodeaba escuchando alguna canción estridente.
Dando un suspiro con cierta tristeza decidió que era el momento de comenzar, seleccionando una treintañera morena que vio llegar en esos momentos. La chica tomó un taxi delante de él y ni corto ni perezoso subió por la otra portezuela sentándose a su lado. Utilizando su encantadora sonrisa, la que enamorara a tantas damiselas en sus tiempos, le preguntó su nombre.
—María— le contestó ella sin soltar un teléfono pequeño por el que hablaba, y sin extrañarse lo más mínimo.
Entonces le cogió la mano, truco que no solía fallarle, y le recitó una poesía de amor. Ella colgó el teléfono y con cara de desinterés le contestó de nuevo:
—Aunque no me acuesto con nadie desde hace años y tu método no deja de ser original, me esperan en la oficina, y después de comer cojo el Ave a Madrid, donde me reúno con el comité ejecutivo de mi empresa… No tengo tiempo para estas cosas. Lo siento, guapetón.
Frustrado de bajó del taxi en el siguiente semáforo, ya en la Alameda de Hércules, buscando con la mirada la próxima víctima, una femenina señorita que paseaba su perro por el bello paseo arbolado.
—Ésta no parece tener prisa— se dijo mientras se acicalaba el bigote y se le acercaba dispuesto.
—¡Qué día más bonito para el amor!, ¿verdad?— le señaló sonriendo al tiempo que otra mujer, que caminaba a su lado, se le quedó mirando con cara de espanto. Y cual no sería su sorpresa cuando zampó un beso en la boca a la chica del perrito. Después lo miró y le dijo:
—Es mi pareja, desgraciado.
El pobre Juan se quedó de piedra viendo cómo se alejaban cogidas de la mano.
No queriendo darse por vencido buscó de nuevo entre la gente que pasaba por allí, viendo llegar a la que le pareció una vulgar ama de casa tirando de su carrito de la compra.—Con esta no fallaré— se volvió a decir entre dientes.
— ¿La puedo ayudar?—le preguntó con galantería.
Ella lo miró sorprendida, aunque enseguida le sonrió con cierta tristeza contestándole resignada:
—¿Puede llevar la compra a casa, recoger a mis hijos del cole, encargar el disfraz de la niña para la fiesta de Hallowen, hacer la comida del mediodía, llevar los niños por la tarde al pediatra, ir a la reunión de vecinos de la comunidad… y de camino explicarle a mi marido por qué me duele la cabeza por las noches?
Apabullado se sentó en un banco bajo un majestuoso álamo no sabiendo muy bien qué estaba ocurriendo. Entonces se acomodó a su lado una señora algo madurita, con cierto atractivo y muy arreglada, que le sonrió descaradamente.
—Te invito a un café, moreno.
Juan volvió a quedarse estupefacto. ¡Estaba ligando con él! ¿Cómo era eso posible?
—No, gracias— le contestó herido en su orgullo varonil, levantándose con rapidez.
Y cabizbajo y derrotado Juan Tenorio, el mítico don Juan, regresó al cementerio de San Fernando lamentándose de la muerte de la Seducción a manos de la modernidad.